Había caminado durante horas, tenía los pies entumecidos por el frío y los labios cuarteados debido a la persistente nevada a su alrededor. Lamentaba el momento en el que había decidido marcharse de casa dando un portazo. La cazadora que había arrancado del perchero era, a todas luces, demasiado poca cosa para la nieve que quería sepultarla. Sus piernas se movían por pura fuerza de voluntad y las lágrimas no llegaban a materializarse porque la mujer sabía que se acabarían convirtiendo en escarcha sobre su rostro.
Apenas veía nada frente a sus ojos, era como si sufriera la misma ceguera blanca que los personajes del famoso libro de José Saramago Ensayo sobre la ceguera. Había leído aquella obra hacía unos años y aún era capaz de recordar con cariño a su protagonista: la esposa del médico. Debía ser tan fuerte como ella. Siguió arrastrándose, convencida de que detenerse sería su final. Que todo aquel desastre lo hubiera ocasionado una estúpida discusión la hacía sentirse estúpida. Negó con la cabeza y enderezó el cuerpo, no podía hacer nada más.