La chica cerró los ojos, luchando porque las lágrimas no destrozasen el maquillaje en el que tanto tiempo había invertido esa mañana. Se había dicho a sí misma que si conseguía verse impecable frente al espejo sería capaz de convertirse en una piedra, que nada podría afectarle. Pero se equivocaba: el hecho de volver a ver a aquellas personas a las que juró que olvidaría congregadas alrededor de la sepultura de su hermano pequeño hicieron que algo dentro de ella estallase. Algo que llevaba mucho tiempo oculto bajo todas las capas de indiferencia con las que solía vestirse.
Abrió los ojos casi con furia y los clavó en la tierra que caía irremediablemente sobre el ataúd de madera oscura. Aunque el joven había muerto tras una larga y extraña enfermedad, su hermana mayor culpaba a aquellos demonios que conformaban su familia de haber agravado todo aquello. Cuando ella se marchó todo marchaba bien y, de pronto, le diagnosticaron aquel terrible mal que lo consumió en apenas cinco años. Él era el único con el que aún mantenía el contacto. Su madre, una mujer tan fría como el hierro, se mordía el labio, la única muestra de tristeza que ofrecería por el hijo perdido, mientras que su padre fumaba un cigarro detrás de otros.
Le hubiera gustado gritar que aquello no les importaba absolutamente nada. Sin embargo, hizo un esfuerzo por su hermano. A él no le habrían gustado ese tipo de comportamiento, mucho menos en su entierro, de manera que apretó las manos hasta clavarse las uñas en las palmas e hizo una nueva promesa, una que si cumpliría: aquel dulce muchacho que ahora dormía en un arcón de madera recibiría su venganza. Ambos deberían haber tenido una familia más normal y no aquella panda de majaderos egocéntricos buenos para nada. Cuando la ira contenida se desprendió de su cuerpo, que se volvió laxo, supo que empezaría a planear su revancha en cuanto se marchase de allí. Había sufrido más que suficiente y había llegado el momento de clamar justicia. El legado de los McKerrigan estaba a punto de terminar.
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