El dolor nunca había sido tan intenso como aquella noche, jamás había sentido tal agonía recorriendo cada célula de su cuerpo. Era como si un centenar de agujas se le clavaran en el fondo de la garganta, en el corazón, en la piel y en todas partes sin darle ninguna opción de réplica.
Tras años interminables en los que la habían visitado decenas de especialistas que no habían encontrado ninguna solución a su sufrimiento, había decidido que no quería que nadie más la examinase o hiciese pruebas en su maltrecho cuerpo. Sus padres, a pesar de la insistencia inicial, habían acabado por claudicar. Era ella quien había tomado aquella decisión y la habían respetado.
Ella, por su parte, se había conformado. Algo debería haber hecho en una vida anterior para que a sus 20 años solo hubiera conocido el sufrimiento. A pesar de ello, el insistente dolor estaba acabando con su determinación y su esperanza. Aquella noche de insomnio tomó una horrible decisión. La última y la más importante.
Hizo acopio de las últimas fuerzas que le quedaban y se levantó del lecho, tan pálido y frío como ella misma. Se puso un bonito camisón limpio y bajó las escaleras sintiendo que el suelo era fuego del infierno que se le clavaba en la planta de los pies y subía hasta el resto de su anatomía. Apretó los dientes y con su mayor esfuerzo consiguió salir del castillo sin que nadie la detectase.