Desde que había comenzado en su nuevo empleo apenas había tenido tiempo para sentarse a escribir. Era una de sus pasiones desde que era capaz de recordar y la practicaba siempre que podía. Sin embargo, últimamente le estaba costando encontrar el momento. Eso se decía mientras encendía la televisión esa noche o aceptaba planes alternativos en su tiempo libre. Las excusas (que cada vez se volvían más ridículas) terminaron por llamar la atención de las personas que le eran más cercanas.
En un primer momento se sorprendió, achacando de nuevo aquel parón a su escasez de tiempo. Cuando volvieron a insinuarle su falta de interés se molestó, ¿qué podían saber los demás sobre aquello, por qué tenían que ofrecerle unos consejos que no había pedido? Los maldijo en silencio pero no pudo evitar reflexionar: ¿tendrían razón?
Analizó sus sentimientos, dándose cuenta al fin que podría haberle quitado tiempo a otro tipo de actividades para sentarse a escribir. ¿Qué le daba tanto miedo, por qué seguía sintiendo aquella necesidad que le quemaba las entrañas pero no hacía nada por darle salida? Aquella misma noche tomó sus útiles de escritura y se sentó en la tranquilidad en su escritorio.
Durante los tres primeros días apenas escribió unas cuantas líneas que le parecieron basura. Se entretenía con cualquier cosa y se daba cuenta que algo ocurría. Unos intentos más tarde se dio cuenta de lo qué ocurría: el temido síndrome de la hoja en blanco. Se devanó los sesos en busca de una solución, pero el bloqueo era total.
Había entrado en un bucle y no sabía cómo salir de él.
¿Cómo lo harías tú, le echamos una mano entre todos?
Si eres escritor, ¿qué le aconsejas?
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