La noche vuelve a caer. A su alrededor se hace el silencio y su corazón empieza a latir más rápido de lo habitual, como presagiando lo que está por llegar en un momento. Cierra los ojos, conjurando al Dios de su infancia y a los familiares que la dejaron, para sentirse más fuerte. Para olvidar las pesadillas que pueblan sus sueños desde hace meses.
Aunque la luz permanece encendida y deja caer una amable calidez dorada sobre el cuerpo tumbado de la chica, el cansancio es más poderoso y empieza a apoderarse de toda ella. Ha intentando no dormirse muchas veces pero nunca ha funcionado. Hay algo poderoso que la arrastra de nuevo hacia el mundo onírico. Como si Morfeo conjurara en su contra.
Se coloca en postura fetal y aprieta la almohada, que se empapa por completo con sus lágrimas. De horror, de recuerdo pero, sobre todo, de anticipación. Porque su respiración se relaja sin que pueda hacer nada por evitarlo y sus ojos se cierran para dejarla caer en el mismo pozo de todas las noches.
Un pozo seco en el que despierta ataviada únicamente con un camisón antiguo que tiró cuando aún vivía en casa de sus padres. Sus pies, descalzos y sucios, presentan heridas de diversa gravedad, tiene el cabello enmarañado y las uñas rotas. Sus ojos miran hacia arriba, desde donde la han lanzado y empieza a respirar a toda velocidad.
Araña la pared, en busca de algún saliente en el que buscar asidero para salir de allí. Se destroza los dedos, se le parten las pocas uñas que le quedan y las lágrimas abren regueros en la porquería de su cara. Debe darse prisa, porque sabe lo que está destinado a ocurrir. Lo que finalmente termina por ocurrir.
Una figura se asoma por la boca del pozo, un torso indefinido con una cabeza coronada por una capucha que pronuncia su nombre en un espantoso siseo. La chica se aprieta contra la pared que tiene detrás y le grita que se marche, que la deja en paz de una vez.
Aunque no ve su cara sabe que sonríe y sabe lo que vendrá a continuación: una catarata de agua que la deja sin respiración, que la ahoga y que hace que se despierte encadenando gritos. Como todas las noches desde hace tanto tiempo.
Aprieta los dientes y le increpa con todas sus fuerzas que lo haga ya, que deje de lado los rodeos. La figura se queda quieta, dubitativa y ella sigue chillando y retándole hasta quedarse son voz. Está harta de repetir lo mismo una y otra vez, que lo haga cuanto antes.
Cierra los ojos, para recuperar fuerzas, y cuando los abre está sola. En su cama. Se incorpora, tocándose el cuerpo, y se pregunta qué ha ocurrido, cómo ha salido de aquel lugar antes de que el agua acabase con ella. Se mira las manos, que no tiemblan como suelen hacerlo tras despertar, y asiente.
Esta vez ha vencido.
Aunque la luz permanece encendida y deja caer una amable calidez dorada sobre el cuerpo tumbado de la chica, el cansancio es más poderoso y empieza a apoderarse de toda ella. Ha intentando no dormirse muchas veces pero nunca ha funcionado. Hay algo poderoso que la arrastra de nuevo hacia el mundo onírico. Como si Morfeo conjurara en su contra.
Se coloca en postura fetal y aprieta la almohada, que se empapa por completo con sus lágrimas. De horror, de recuerdo pero, sobre todo, de anticipación. Porque su respiración se relaja sin que pueda hacer nada por evitarlo y sus ojos se cierran para dejarla caer en el mismo pozo de todas las noches.
Un pozo seco en el que despierta ataviada únicamente con un camisón antiguo que tiró cuando aún vivía en casa de sus padres. Sus pies, descalzos y sucios, presentan heridas de diversa gravedad, tiene el cabello enmarañado y las uñas rotas. Sus ojos miran hacia arriba, desde donde la han lanzado y empieza a respirar a toda velocidad.
Araña la pared, en busca de algún saliente en el que buscar asidero para salir de allí. Se destroza los dedos, se le parten las pocas uñas que le quedan y las lágrimas abren regueros en la porquería de su cara. Debe darse prisa, porque sabe lo que está destinado a ocurrir. Lo que finalmente termina por ocurrir.
Una figura se asoma por la boca del pozo, un torso indefinido con una cabeza coronada por una capucha que pronuncia su nombre en un espantoso siseo. La chica se aprieta contra la pared que tiene detrás y le grita que se marche, que la deja en paz de una vez.
Aunque no ve su cara sabe que sonríe y sabe lo que vendrá a continuación: una catarata de agua que la deja sin respiración, que la ahoga y que hace que se despierte encadenando gritos. Como todas las noches desde hace tanto tiempo.
Aprieta los dientes y le increpa con todas sus fuerzas que lo haga ya, que deje de lado los rodeos. La figura se queda quieta, dubitativa y ella sigue chillando y retándole hasta quedarse son voz. Está harta de repetir lo mismo una y otra vez, que lo haga cuanto antes.
Cierra los ojos, para recuperar fuerzas, y cuando los abre está sola. En su cama. Se incorpora, tocándose el cuerpo, y se pregunta qué ha ocurrido, cómo ha salido de aquel lugar antes de que el agua acabase con ella. Se mira las manos, que no tiemblan como suelen hacerlo tras despertar, y asiente.
Esta vez ha vencido.
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