Como la lluvia y como la noche, también las mentiras caen. Caen por su propio peso o, como diría el refrán, se precipitan sobre el suelo porque tienen las patas muy cortas. Esta es la historia de una mentira que de tanto repetirse se convirtió en verdad. De una serie de acontecimientos que acabaron con un enredo en que se vio inmiscuido un pueblo entero. Pero de eso hablaremos otro día. Hoy lo haremos de como se fraguó aquella mentira que acabó por estrellarse contra el asfalto.
La comenzó una chica, una muchacha del montón, como no se cansaba su familia de recordar cada vez que tenía ocasión. Una que lo hizo sin mala intención y con inocencia. Sus palabras exactas fueron «el gato de Ana en realidad es de color morado». Su madre la reconvino con un siseo. Sin embargo, ella insistió hasta quedarse sin voz. La testarudez y el enfado la hicieron volver a decirlo sin descanso y su madre levantó una ceja. Era una mujer piadosa y temerosa de Dios. Si la pequeña Juana no se retractaba debía ser cierto.
Arrastró a Juanita fuera de casa y la llevó casi a rastras hasta la iglesia que regentaba el padre Eustaquio. El escudo con la cruz, la espada y el olivo hicieron a la chiquilla tragar saliva cuando entró en el despacho del temible sacerdote. No era la primera vez que algún vecino desaparecía si se pensaba que era un hereje. Deseó con todas sus fuerzas que en esta ocasión ganara la partida la rama de los arrepentidos.
Arrastró a Juanita fuera de casa y la llevó casi a rastras hasta la iglesia que regentaba el padre Eustaquio. El escudo con la cruz, la espada y el olivo hicieron a la chiquilla tragar saliva cuando entró en el despacho del temible sacerdote. No era la primera vez que algún vecino desaparecía si se pensaba que era un hereje. Deseó con todas sus fuerzas que en esta ocasión ganara la partida la rama de los arrepentidos.
(CONTINUARÁ)
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