Alzó los ojos al cielo, con una pregunta muda en la boca apretada, con el rostro demudado por la preocupación. El estruendo se había oído muy cerca de donde él se había marchado a todo correr. Se abrazó a sí misma, sin saber qué hacer. La certidumbre de una desgracia flotaba en al aire y no sería descabellado decir que sintió miedo. Por él, por ella, por lo que podrían haber significado juntos. Sin embargo, no podía permanecer sin hacer nada por más tiempo. Así que despegó la mirada del oscuro firmamento y sus pies se movieron. Se acababa el tiempo.
Las ramas se le clavaban en la carne, abriendo heridas en su rostro, manos y brazos desnudos. Resbaló un par de veces y se levantó otras tantas para no dejar de correr. Debía comprobar por sí misma qué había ocurrido. No podía dejar que las dudas le devorasen el corazón de aquella manera. Cuando llegó al lugar hasta el que él había acudido antes su respiración era un mar de llamas en su garganta, un collar de espinas en su pecho.
Pronunció su nombre, primero con un susurro y a continuación con un grito desgarrador. No hubo respuesta y sus piernas, inestables como la mantequilla, dejaron de sostenerla. «No, no por favor» se dijo mientras sus manos, arañadas y sucias, empezaban a humedecerse con las lágrimas que resbalaban hasta ellas desde su rostro. Él la encontró un rato después hecha un ovillo y tuvo que llamar su atención arrodillándose frente a ella.
No hubo palabras. Solo un interminable abrazo y la promesa silenciosa de que todo iría bien.
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