La chica abrió los ojos. Le costó lo suyo hacerlo, pues era como si las pestañas se le hubieran convertido en plomo y los párpados en puro diamante. Cuando lo consiguió se sentó en la cama, confusa. La oscuridad era total, tan solo rota por dos líneas amarillas que brillaban en la mesilla de noche. Se trataba de su despertador, aquel odioso aparato que la anclaba a las responsabilidades.
Observó el artilugio y comprendió que eran las seis de la mañana. Demasiado temprano, o demasiado tarde, porque se había acostado hacía tres escasas horas. O eso recordaba. Le dolía la cabeza, como si dos diminutos taladros trabajasen a pleno rendimiento en sus sienes. Se las masajeó pero fue inútil. No debería haberse bebido todo aquel whisky.
A tientas se puso de pie y corrió al baño, donde se enjuagó la cara y el interior de la boca, notando un agrio sabor en la lengua. Al menos no sentía deseos de vomitar. A nadie le gusta pasar el domingo antes de regresar al trabajo tras las vacaciones sin poder apartarse del inodoro. Se observó en el espejo, tenía ojeras, el cabello revuelto y un arañazo en el brazo. Recuerdo de una caída de la noche anterior, que fue reconstruyendo poco a poco en su cabeza.