La noche del festival era una de la más divertidas en la ciudad. Todo el mundo cubría sus rostros con máscaras extrañas y era muy difícil adivinar quien se ocultaba tras aquellos misteriosos disfraces. Había hasta quien pagaba por hechizos para distorsionar la voz y así evitar romper el misterio. Para muchos, una noche de desenfreno en todos los sentidos, para algunos (como para él) una para encontrar la más jugosa información.
Ataviado con un elegante traje de chaqueta oscuro y una máscara andrógina en la que solo eran visibles sus ojos azules, nuestro muchacho se internó en la noche sin pronunciar una sola palabra, como un mero observador de los pecados ajenos. Todo ojos, todo memoria. Plasmar todo lo que veía en papel era su oficio y, aunque no tuviera pruebas, algunas de las celebridades de la ciudad eran reconocibles hasta cargadas de artificio.
La mujer del embajador en actitud más que sospechosa con su dama de compañía, el hermano del difunto duque abusando de sustancias ilegales o la tierna y virginal hija del capitán de la guardia bebida como una fulana de burdel eran las historias que más le gustaba atesorar en sus diarios. Sonreía bajo la máscara aunque nadie pudiera verlo. Se sentía en su salsa.
De patio en patio y de perversión en perversión. Prácticas sexuales indescriptibles, alcohol, comida, drogas exóticas. Era un deleite, o al menos lo estaba siendo hasta que encontró a su prometida en brazos de su mejor amigo.